Entre los escombros
de la ciudad de Mariúpol
dos ancianas muertas en vida
hablan sin apenas mirar a la cámara.
Sentadas entre los cascotes
un cielo espantado apenas las cobija.
Malviven en el sótano húmedo
de los restos de un edificio en ruinas.
Les duelen los huesos.
Les duele aún más la vida.
Con los ojos inundados de pena
se quejan del frío, del hambre y de la guerra.
A su alrededor tumbas y más tumbas improvisadas.
Colinas y colinas de tumbas en la misma calle.
No sé cómo se llaman las dos ancianas.
Las bautizo como la señora Agonía y la señora Miseria.
Las teletransportaría si pudiera.
Y las abrazaría.
Y les daría luz.
Y cariño.
Y si tuviera también algo de alegría.
Hablan de hijos.
De nietos.
De casas que ya no son casas.
De la tristeza cotidiana y de los horrores de la guerra.
De repente acaba la noticia.
Las señoras Agonía y Miseria desaparecen de la pantalla.
Ahora noticias nacionales.
Un presentador gordito dice que aquí falta aceite de girasol.
Y en la pantalla aparece gente gordita
saliendo de los supermercados
con el carro cargado de comida y bebida
quejándose con algo de irritación de que no hay de todo.
Y apago la televisión.
Y pienso.
Y siento.
Y no sé qué somos los humanos.
No sé si hoy seguirán vivas esas dos ancianas.
Es probable que sí.
O quizá ya han dejado de sufrir y son parte de otra colina de tumbas.