Justiniano deambula cabizbajo
por las calles
de esta primavera desangelada.
Está triste.
Desde hace años tiene el corazón roto.
De repente: la panadería.
A través de los cristales
ve al amor de su vida
que siempre le da calabazas.
La ve y se queda sin aire.
Es más hermosa que una princesa de cuento.
Ya no puede más.
Sin pensárselo dos veces
coge el carro de basura
del barrendero que está en el bar
y de un salto se monta sobre él
como un príncipe encantador en un caballo blanco
y entrando en la panadería
con el esplendor de un conquistador legendario
se postra ante su amada
tras una reverencia elegantísima y majestuosa
y haciéndole sitio en el corcel improvisado
que acaba de sustraer al barrendero borrachín
la invita a un romántico futuro
rebosante de amor, aventuras y sorpresas.
Pero su amada tiene un corazón frío y calculador
y aliada con unas cuantas clientas
tanto o más codiciosas que ella
lo ha echado a empujones de la tienda
sin ningún respeto a su porte aristocrático y seductor.