No hay zapatos
para tantas Cenicientas.
Las carrozas están carcomidas.
Pinocho tiene un partido político
y el pobre Gepetto trabaja en Telepizza.
El príncipe valiente llora por las esquinas.
Los siete enanitos regentan un burdel.
Y en Instagram
la inútil de Blancanieves
habla y habla y habla sobre las virtudes de las manzanas.
De repente: el patio de mi colegio.
Y eso no es ningún cuento.
Hace frío.
Yo soy un niño que huye de todas partes.
El autobús escolar nos deja allí demasiado pronto.
Todos los cerebritos en formación
estamos a merced del viento y de lo imprevisible.
Cada niño es un tahúr en potencia.
Dónde fueron a parar todas las canicas que gané?
Y aquellas pilas de cromos más valiosas que la vida?
El tiempo me mira y se da la vuelta encogiéndose de hombros.
Los días de ahora tienen celofán.
Y nada más.
Los desenvuelvo y un olor aséptico invade mis fosas nasales.
Y ya está.
Otro día como el de ayer y el de mañana.
Esclavos de las pantallas.
Y de los verdugos que nos amenazan.
En televisión salen retardados mentales
productos insípidos de polvorientas universidades
que no han ganado un premio nobel de medicina en su vida
amenazando como demonios a la población de los riesgos que corren.
Los miro y escucho con mucha repugnancia.
Pero encuentro a faltar algo.
Y ya sé lo que es.
A mitad de esas soporíferas explicaciones
debería salir alguien de repente
y atizarles con un zapato en la cabeza
hasta que chorreando sangre
huyeran a los camerinos donde los han maquillado
para que resulten más creíbles para esa población que los escucha arrodillada.
El zapato que no sea de los que necesitan las Cenicientas.
Que ya bastante mal lo tienen las pobres.
Una bota vieja y sucia sería ideal para que dejarán de hacer el sinvergüenza.
Después de los idiotas hablan los tertulianos.
Lo que haría con ellos lo tengo claro.
Pero no puedo decirlo.
Está penado con muchísimos años de prisión.
Cuando todos desaparecen y ponen anuncios
los arrodillados se levantan en sus casas
y se lanzan como una jauría de auténticos desequilibrados sobre el whatsapp.
Y torturan a otros desequilibrados que los leen y contestan.
Y la ansiedad crece y crece y crece...
Y todos quieren seguridad.
Cien por cien de seguridad.
Y quieren mascarillas, y vacunas, y distancia, y restricciones y escafandras...
Y también no morirse nunca.
Y si fueran al espejo verían que ya están medio muertos.
Apolillados.
Arrugados.
Acabándose.
Pero eso el whatsapp no se lo dice.
Ni el instagram.
Allí les ponen colores bonitos para que no piensen en sus próximas tumbas.
Y los políticos se mean de risa cuando piensan en esos atontados que les votarán.
Y no tengo la más mínima duda
de que Edgar Allan Poe hubiera escrito magníficos relatos sobre esos medio cadáveres.
En fin...
Como pille al que tiene mis cromos y mis canicas lo estallo.
Pongo a dormir al niño que fui y sigo.
El sábado, muy impertinente, está leyendo el poema detrás de mi cabeza.
Noto como respiran sus minutos sobre mi nuca desprotegida.
No tengo ningún zapato a mano para reventarle su fisgoneo detestable.
Pero si tengo un golpe de derecha antológico.
Me giro y le coloco dos.
Uno en el estómago
Y otro en su garganta a ver si se asfixia y me deja en paz.
Sábado K.O.
Vencedor Toro Salvaje.
Por cierto dónde están las chicas que dan la vuelta al ring
anunciando el número de asalto sobre sus embelesadoras cabezas?
Estarán en sus casas.
Esperando a príncipes valientes.
A ver si dejan de llorar por las esquinas y les alegran la mañana.
Todo es un desbarajuste.
Ni los cuentos cuadran.
Ni sus personajes son fiables.
Ahora mismo deberían resucitar los autores de los cuentos.
Y dar explicaciones.
Pero no... prefieren estar muertitos y ahorrarse el lamentable espectáculo.
Son poco más de las ocho de la mañana.
Y hoy hace frío.
Pienso en la bicicleta y en el mar.... pero no sé..., hoy las olas deben estar tiritando.
Quizá podría ir andando por la orilla en busca de sirenas que me inspiren un poema.
O también podría dar un paseo por algún parque y hablarle a los árboles sobre el futuro.
O derrumbarme en un banco viendo pasar a los zombies mientras escucho a Vangelis.
O a David Lynch... me gusta su música tanto como sus películas.
O a un buen grupo de percusión africana.
Esto último es lo que más me apetece.
Y puede que en algún momento de gloriosa inspiración me suba al banco
y les dé un discurso a esa muchedumbre de zombies que pulula de tienda en tienda.
Y para llamar su atención les arroje unas cuantas migas de pan para que se acerquen.
Y cuando esas gallinas atiborradas de redes sociales y tertulianos timadores
estén a mi alrededor les señalaré con mi magnífico dedo acusador
y les diré que su forma de vivir como gallinas cobardes es mucho peor que el coronavirus.