Cada madrugada
aparezco allí antes de despertar.
Es la casa que fue de mis padres y de mi infancia.
Vacía.
Sin habitar.
El tiempo es ahora.
Inexplicablemente yo vivo allí.
Enfrente han construido una parada de autocares.
Cada día subo al autocar.
Cada día viajo a un pueblo diferente.
Es la hora de comer.
Entro en un bar y me siento en la mesa más aislada.
Nadie me ve.
Nadie me habla.
Desde allí, y mientras como, veo transcurrir el día.
Las sombras van subiendo por las paredes de los edificios.
Pasa la gente por las calles.
Gente que nunca conoceré.
Pienso en sus vidas
en sus envidiables casas cálidas
en los latidos que atesoran y disfrutan
mientras sigo comiendo en la mesa olvidada que nadie ve.
Hace frío en mi corazón.
Hasta el sol se olvidó de mí.
El viento que acaricia los árboles
sabe mi nombre pero también me ignora.
Se va haciendo tarde.
Me levanto.
Dejo el dinero al lado del plato.
Salgo del bar.
Subo al autocar y viajo de vuelta a la casa de mi infancia.
Entro y me desplomo en la oscuridad de un tiempo que ya murió.
Me despierto.
La tristeza me devora por dentro.
El niño que fui y el hombre que soy se miran con ojos devastados.