A 2.400 metros de altura
lo primero que pierdes
es la cabeza
(suponiendo que la tengas).
El riego sanguíneo enloquece
y por todas partes ves cosas raras.
Por ejemplo
marmotas bailando salsa
que dejan de bailar
cuando pasas cerca de ellas.
Aquí los caballos vuelan
de montaña en montaña
en apenas unos pocos segundos.
Ayer un caballo mágico
(puede que descendiente de Pegaso)
coronó tres cimas en menos de un minuto.
Los riachuelos son algo increíble:
el agua circula al revés, de abajo hacia arriba.
Aquí por lo visto no existe la ley de la gravedad.
Aquí al listillo de Newton
no le hubiera caído ninguna manzana en la cabeza.
Primero porque no hay manzanos.
Y segundo porque aquí las manzanas
cuando dejan el árbol imposible
que tanto las quiso
viajan hacia el cielo para convertirse en estrellas.
Aquí la comida está loca y sabe a jarabe de ciervo.
El pan tiene ínfulas de poeta subnormal
y desde una esquina de la aburrida mesa helada
hace rimas del tipo "miga con barriga" y luego se ríe...
Yo he llegado en verano pero aquí no hay estaciones.
Aquí cada cinco minutos Papá Noel cruza el cielo sin saludar.
Después sale el sol con la mirada furibunda
y vuelve a chamuscar sin compasión
los restos del pobre Ícaro que no cayeron al mar
y que siguen orbitando la tierra sin que nadie pueda enterrarlos.
Siendo raro todo lo anterior he decir que no es lo más raro que he visto.
No.
Aquí he visto la lluvia de colores.
Nunca había sabido de ella, ni siquiera en cuentos o novelas.
Aquí la lluvia de primera hora de la mañana
es de color verde esmeralda
y pinta el mundo tan bonito que hasta las marmotas bailan.
La lluvia del mediodía es violeta y naranja
y anima con chispitas ilusionadas a que los caballos vuelen sin parar.
Cuando llueve por la tarde
un granate deslumbrante
acaricia los manzanos invisibles
y a las valientes manzanas dispuestas a partir hacia su hermoso destino.
Y durante la noche fría, estremecida y deshabitada
la lluvia es tan azul eléctrica que los renos de Papá Noel parecen príncipes.