Justiniano despierta.
Viernes.
Siete de la mañana.
Levanta la persiana.
Mira por la ventana.
Al otro lado del cristal
una selva de cemento
donde viven miles y miles de locos.
La misión sigue siendo
dar luz a su corazón
sin haber sido apresado
por esa marabunta de perturbados.
Justiniano se pone en guardia.
Un zapato en cada mano.
Nunca se sabe.
Hay gigantes, monstruos y demonios
que incluso a veces
escalan sádicamente por las paredes.
El peligro está en todas partes.
Abre la ventana.
Un magnífico silencio.
Se asoma.
A lo lejos ve
unos cuantos desquiciados
pululando por la calle aún oscura.
No tienen buena pinta.
Cierra la ventana.
De momento no ha sucedido nada.
Deja los zapatos en su sitio
y se prepara heroico
para otra durísima jornada.
En la mesita
coloca con devoción
el gran libro sagrado:
"Don Quijote de la Mancha".
Se arrodilla
y jura solemnemente
con una mano sobre la cubierta
que seguirá buscando
por esa intrincada y peligrosa selva
sin importarle peligros ni heridas
a su Dulcinea misteriosa y secreta
para que el amor los ilumine de por vida.