En verano
las personas
se vuelven locas.
Están fritas por dentro.
Por fuera, disimulan
pero el demonio
las va royendo sin parar.
A mí casi todas me parecen monstruos.
Da igual la edad que tengan.
Es salir a la calle
y entrar en el túnel del terror.
Carnes sudadas.
Bocas diabólicas.
Papadas exorbitantes.
Miradas en descomposición.
Cerebros malformados hirviendo.
Familias de zombis desequilibrados.
En verano los demonios
trasladan el infierno y lo ponen aquí.
En la playa la cosa empeora.
Ni el agua consigue apaciguar a los monstruos.
Y el sol los recalienta.
Y vuelven a sus casas mugrientos y despellejados.
Y las sábanas lloran cuando los ven.
Y las paredes chillan aterrorizadas.
Y el frigorífico se iría de casa.
Y no hay agua bendita para exterminar a tantos poseídos.
Y el Señor se desentendió.
Y los ángeles se fueron de excursión por la montaña.
Y ahora esto parece una película de terror
donde manadas de endemoniados acechan por todas partes.
Salir a la calle se ha convertido en actividad de grave riesgo.