Todos los nombres
y todas las cosas
han dejado de importarme.
Camino por este tiempo estéril
con la fuerza de aquel que no le teme a nada.
Hasta la muerte ha perdido la importancia que llegué a darle.
Te mueres y?
Nada.
Te mueres como se han muerto otros millones de humanos.
Tiene su parte buena.
Se acaban los recuerdos mutantes y los vaivenes de las emociones.
Las emociones son guillotinas.
Guillotinas traidoras.
Acaban cortándonos la cabeza cuando nos descuidamos.
Y mutamos.
Y las cabezas nuevas son igual por fuera pero más estropeadas por dentro.
Y vamos por la vida como si fuéramos los mismos.
Y no lo somos.
Yo voy al espejo y ahí hay un hombre que no sé quién es.
Yo no, desde luego.
Pero es al que todos reconocen.
El dueño de los tiempos y de las cosas del ahora feo y atroz.
Y él me mira y me da por perdido.
Es el que todos reconocen cuando salgo a la jungla.
No a mí.
A él.
Los bichos le hablan.
Las comadrejas también.
Y le explican cosas que soporta como puede.
Yo me rebelo pero la vida me cortó las alas.
Me arrinconó.
Me olvidó.
Me convirtió en pasado improbable.
Pero yo soy el que todavía tiene la llave del cofre de los hermosos recuerdos.
Y a veces los abro y los miro con el corazón.
Aunque no suele servirme de mucho.
Los recuerdos que guardo también han mutado.
En ellos hay gente haciendo cosas que no hicieron o las hicieron de forma diferente.
Son traidores del tiempo.
Son colaboracionistas del declive infernal.
Y eso me desmorona.
Si lo que recuerdo no fue exactamente así quién soy en realidad?
Soy el que yo creo?
Soy el que creen los demás?
Imposible de saber.
Los demás tampoco son los que ellos creen ser.
Todos nos miramos desde dentro.
Desde un interior que hemos construido a base de mentiras, declive y reproches.
No hay filósofos ni psiquiatras que puedan reconducir esa farsa demencial.
Y las emociones lo saben.
Y cantan.
Y se ríen.
Y nos engañan.
Y nos hacen creer mentiras.
Nos regalan ensoñaciones de amores que duran apenas unos días.
Y nos alegramos al principio.
Y nos desplomamos al descubrir la realidad.
Y los recuerdos chillan porque han descubierto que vendrán nuevas mutaciones.
Y las mutaciones también están cansadas.
Y salgo a la vida cada mañana y sé que lo que veo es un decorado de locos disfrazados.
Y busco las calles más vacías para evitarlos y llegar indemne a mi trabajo.
Y cuando entro me acoge la reina eterna de las mutaciones.
Y me dice que sabe que yo sé pero que tengo que disimular para que los demás no lo sepan.
Es un quid pro quo.
Dice que si no digo nada me dejará en paz.
Y yo le digo que vale.
Y me encierro en mi reino inaccesible.
Y desde allí juego a que soy alguien que todavía sirve para algo.
Pero es un juego.
Un juego disparatado en un mundo que enloquece cada vez más rápido.
Y pasan las horas como hormiguitas acarreando migas gigantes de pan.
Y el tiempo se sienta al otro lado de mi mesa.
Y me guiña un ojo.
Y me trae un recuerdo recientísimo de esos que hacen volverse loco al corazón.
Pero hoy no cuela.
Hoy me he despertado resabiado.
He sentido.
He interiorizado.
Y he actuado.
Por ello esta mañana he echado de casa a mi maldita ingenuidad.
Y le digo al tiempo embaucador que no quiero nada.
Y mucho menos sucedáneos de amores que únicamente sirven para pintarrajear los días.
Y el tiempo engreído se levanta airado de la silla.
Y me dice que yo me lo pierdo.
Y se va dando un portazo.
Y me quedo solo en este silencio sepulcral preludio de la infinita nada que ha de acogerme para siempre.
Y no me importa porque ya no sentiré.
Quizá seré un estupendo y magnífico trozo de nada.
O un vestigio relampagueante de alguien que nació, vivió y murió.
Y con suerte un recuerdo mutante en las destartaladas cabezas de los que cualquier día también morirán.