18 de agosto de 2022.
Ha refrescado.
Ha llovido toda la noche.
La bicicleta me llama telepáticamente.
Quiere mar.
Quiere olas mágicas.
Quiere brisa y salitre.
Le digo que sí.
Son las seis de la mañana.
Entre la iluminación sostenible
y las restricciones desquiciadas
las calles están más oscuras que la boca de un lobo.
Una mujer pasa a mi lado.
Tiene la cara tensa y la mirada en alerta.
Yo también.
Ahora las calles son esclavas del Dios de las tinieblas.
La ciudad entera parece una pobre película de postguerra.
La luz de la bicicleta es el único faro de esperanza y seguridad.
En los bancos del paseo duerme gente que nadie mira.
Jóvenes.
Viejos.
Humanos que no cuentan.
Su techo es el cielo.
Sus camas trozos de madera descascarillada.
Sigo pedaleando hacia el mar.
Los edificios están mudos.
Sus habitantes se hallan en coma temporal.
El mar me recibe con un concierto de olas hospitalarias.
Sigue oscuro todo.
Me acerco a la ciudad del pecado.
La noche se va haciendo penumbra.
Entre las sombras aparecen grupos de jóvenes.
Caras de alcohol.
Ropa bonita arrugada.
Voces destartaladas y roncas.
Del casino de la ciudad salen bandadas de jóvenes chinos.
No cuadra la hora pero imagino que tienen bula.
Parecen ricos.
Sigo pedaleando hacia el horizonte que nunca alcanzo.
Hotel lujosísimo.
Casi dentro del mar.
Putas de bandera salen riendo vestidas de fiesta.
Imagino que con la cartera llena y la dignidad cada vez más vacía.
El portero uniformado les sonríe.
Los taxistas las esperan soñando quizás con una propina de carne.
Revoloteo con la bicicleta entre gaviotas, restos de comida y horas cansadas.
Doy media vuelta.
El sol debe estar acicalándose para salir.
Cada vez hay menos sombras y más claridad.
En la orilla de las diferentes playas grupos de jóvenes esperan ver el amanecer.
Para fotografiarlo y compartirlo con gente de todo el mundo.
Como si el sol no saliera cada día.
Ahí están.
Presos de un mundo que ha perdido el norte.
La bicicleta me dice que quiere saludar al espigón.
Le sonrío.
Claro que sí.
No hay nadie.
El agua solitaria nos abraza de lado a lado.
El cielo nos muestra un desfile de nubes azules en la pasarela del horizonte.
Ya está.
Una hora de microcosmos urbano.
Volvemos a casa con la mirada atiborrada.
Los trabajadores de la limpieza aparecen por las calles que ahora sí despiertan.
Vuelve la luz.
Vuelve la vida conocida.
Empieza a salir gente de los edificios.
Van a trabajar, a comprar pan, a correr, a pasear al perro, a olvidar a la familia...
En los bancos del paseo los humanos dormidos siguen esperando nada de nada.