8 de septiembre de 2020.
Todavía hay vivos por las calles.
Pájaros.
Nubes.
Viento.
Luz.
Y poco más.
Los árboles me saludan al pasar
cuando voy medio dormido a la piscina.
Les devuelvo el saludo.
Una hoja me grita algo pero no quiero saber qué es.
El gimnasio es un gran sepulcro.
Blanco.
Y con una lápida vieja
que dice noséqué de una inauguración.
En recepción
una muerta sin enterrar
me mira fijamente tras la mascarilla.
Masculla un saludo ininteligible.
Si pusieran un robot sería más cálida la bienvenida.
Y en justa correspondencia
de vez en cuando
yo le regalaría algunos chips que estuvieran de moda.
En el agua nadan algunos futuros cadáveres.
El socorrista hace tiempo que falleció.
Probablemente semanas y nadie se atreve a cambiarlo.
Sigue inmóvil en la silla
envuelto en su mortaja amarilla.
Nado un buen rato pero sin ganas.
En los vestuarios algunos zombis se están duchando.
El silencio es el rey.
El agua de las duchas cuchichea cosas que prefiero no saber.
Vuelvo a casa.
A esta hora la temperatura es bastante agradable.
Los ojos de las casas tienen aún las pestañas bajadas.
La nada me saluda en las calles.
Miro sus ojos.
Está llorando.
Quiero consolarla pero no se deja.
Se aleja acompañada del viento sin decirme adiós.
Busco dentro de mí una ilusión.
No la encuentro.
Quizá las ilusiones se han fugado a algún planeta bonito del universo.