Wang Feng se está haciendo viejo.
Y eso me da mucha pena.
Recuerdo cuando lo conocí hace muchos años.
Entonces no había chinos en la ciudad.
Los únicos chinos que había visto
chillaban como demonios en las películas.
No paraban de pelear y sudar.
Y saltaban mucho.
Eran chinos voladores...
Aquí la gente no volaba.
Aquí la gente siempre ha sido muy sosa.
Un día inauguraron un restaurante chino cerca de casa.
Chino cantonés.
Y fui.
Wang Feng me dejó sin palabras.
Era un mago y también un cocinero y un camarero excepcional.
Colocaba los platos en la mesa y no te daba tiempo a verlo.
Aparecía y desaparecía en milésimas de segundo.
Y supongo que, para no asustar a los clientes, en la cocina, volaba.
Volví muchas veces.
Me gustaba la comida y sus trucos de magia.
Después, como escribí en Chineando 2, tuvimos problemas.
Hubo peleas
y bautismos extraños
en la inauguración de otro restaurante.
La madre de Wang Feng y yo nunca nos reconciliamos.
Dejé de ir.
Hasta ayer.
Ayer volví al restaurante.
Wang Feng se emocionó al verme.
Y yo también.
Le pregunté por su madre y se ve que ha volado definitivamente.
De momento no ha aterrizado.
Me senté y le dije que quería comer.
Ya no había magia.
Colocó los platos muy lenta y temblorosamente.
Me fijé en su rostro.
Había envejecido muchísimo... ahora tenía más años que China entera.
Fui prudente y no le dije nada.
Me habló de sus dos hijos.
Estaba triste.
Me dijo que se habían occidentalizado y que no le respetaban.
Que no le obedecían y que hacían lo que les daba la gana.
Los busqué con la mirada.
Estaban en la otra punta del restaurante
paralizados e hipnotizados por sus teléfonos móviles.
Y pensé que esos dos chinos no sabrán nunca volar.
Wang Feng quiere morir en su tierra.
Volver a la casa de su corazón.
Y que lo entierren en un pequeño cementerio donde yacen sus abuelos.
Pero no confía en que sus hijos lo hagan.
Sus hijos quieren vender los dos restaurantes y comprar criptomonedas.
Y entonces Wang Feng se puso a llorar.
Y yo con él.
Lloramos por todo lo que fue y que nunca más volverá.
Hablamos de la vida, de la muerte, de la vejez...
Acabé de comer su exquisita comida y le di un abrazo interminable.
No volveré más.
No sea que esos dos chinos tontos
sigan regentando el restaurante cuando fallezca su padre
y como plato estrella
me ofrezcan un innovador guiso hecho con verduras y restos de Wang Feng.
Vaya, una historia cautivadora. Me gusta mucho.
ResponderEliminarBesos para el chico más guapo de Cataluña!
Poco rencoroso Wang Feng después de la que montaste😆
ResponderEliminarMe ha encantado "Chineando 9"
Besos***
La hipnosis que nos provocan los móviles me ha recordado La invasión de los ladrones de cuerpos, aquella película en la que una especie de vainas te convertían en un clon (o algo así, tampoco recuerdo muy bien). Después ha habido muchas variaciones de esa película.
ResponderEliminarPues lo que aún no han conseguido vainas extraterrestres, lo van a conseguir los teléfonos móviles.
Me encantan tus historias.
Un beso
Ojalá Wang Feng descanse donde él quiere
ResponderEliminarBesitossss
Me ha gustado la historia!!! Besos
ResponderEliminarMe encantó este poema relato.
ResponderEliminarBesos
Mis aplausos para tu relato, Toro. Bien llevado y con unos ingredientes poderosos: realismo y ternura a la vez. Como Want Feng vamos a terminar muchos, las nuevas generaciones no nos entienden ni quieren entendernos.
ResponderEliminarSaludos.
He disfrutado con esta historia, Wang Feng y tu tuvisteis un encuentro feliz.
ResponderEliminarUn abrazo toro.
Vaya, la segunda botella de licor de dragones, todavía hace estragos.
ResponderEliminarLo mejor es no regresar en estos casos, lo pasado, pasado está.
Saludos.
O passado é passado e o futuro não se apresenta feliz...
ResponderEliminarPetons, amigo mio.
Muchas veces he querido ir a visitar lugares o personas del pasado, pero no lo hago ya porque siempre duele. El tiempo devasta y desbasta.
ResponderEliminarEs tan triste ver cuando las siguientes generaciones pierden su identidad. Tal vez a ellos les acomode mejor, se adaptan, pero pierden parte valiosa de su cultura.
Oye: te dejo besitos de anís (son caramelos, reparte con toda las gente que veas hoy y alégrales el día) un abrazo para ti.
Hola, Xavi.
ResponderEliminarMe has hecho recordar la primera vez que fui a comer a un chino, fue en Reus con mis padres, entonces no había tantos (o puede que ninguno) a saber, y fue una novedad, recuerdo el sitio, algo lúgubre para que engañarnos, debía ser para que no viéramos la higiene, ahora uno no se arriesga, pero antes vivíamos a un paso de la hepatitis, ja, ja, ja. Es verdad, como cambia todo, las nuevas generaciones nos pillan muy lejos, seremos siempre eternos incomprendidos, pero es que dan ganas de decirles, espabilad, ¡leñe! Y ni con esas pestañean, ;)
Besos, gracias por las risas.
Parlava d'identitat en el meu darrer post i tu l'has portat aquí amb una història real i trista.
ResponderEliminarPetonets, Xavi.
Veo que el futuro de los chinos es igual al nuestro, las máquinas eliminan a los humanos y la juventud cada vez es más egoísta.
ResponderEliminarCreo que no nos salvamos ni sabiendo artes marciales.
Un beso.
Qué bien has descrito la escena.
ResponderEliminarMientras leía, me encontraba allí mismo.
Hasta he podido oler la comida y ver los trucos de magia.
Y como no, contemplar a sus jóvenes hijos, móvil en mano, inmersos en su mundo.
Una historia muy bien contada y tan real como la vida misma.
Gracias por traerla a nuestra consideración.
Abrazos.
Occidente es cautivador. Todo son derecjos. Los que vienen jóvenes y no te digo los que nacen aquí. En un bar que había frente al trabajo el hijo se quejaba se que su familia quería emparejarlo con alguna chica chiná, pero que él se resistía porque no se dejan meter mano.
ResponderEliminarAbrazoo
Geniales los dos. Muy al estilo de la pelis chinas, el dos es como las de Kung Fu y el 9 como las independientes chinas...
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