Estos días no estoy.
Ando por caminos
de los tiempos fallecidos.
El otro día
visité una tumba
de recuerdos casi prehistóricos.
La placita está.
Las calles también.
Incluso los locales
que ahora
se dedican a otras cosas.
Pero ni rastro de mis amigos.
Ni tampoco encontré vestigios
de aquellas muchachas tan hermosas.
En su lugar había una tarde anochecida.
Y niños pequeños jugando en columpios.
Y padres nuevos que los vigilaban.
Y mis pasos atardecidos resonando inútiles
por aquel barrio que tantas veces me contempló.
Me vi en la antigua cafetería
que ahora es una sandwichería muy moderna.
Atrapado y congelado
en la calle del tiempo
fui cambiando las cabezas de los clientes
que parloteaban en una mesa
por las de mis amigos y la mía
que extraje de un recuerdo
perteneciente a un domingo tarde
de hace muchísimos y destartalados años.
Y en ese milagro de memoria rejuvenecimos.
Y ahora éramos nosotros los clientes.
Y volvimos a querernos.
Y a reír.
Y a bromear.
Y a hacer planes para tantos futuros.
Y a jurarnos amistad eterna.
Y nos perdonamos todo el olvido que nos azotó.
Y mi corazón sonreía.
Y una lagrimita traviesa quería salir pero no la dejé.
Y sentí feliz a mi corazón.
Pero el hechizo de pronto se apagó.
Y los clientes volvieron a tener sus verdaderas cabezas.
Y mis amigos y yo nos arrugamos de golpe.
Y desaparecimos de los tiempos del ahora.
Y me quedé solo en la calle.
Escuchando música de aquellos tiempos en mis auriculares.
Entonces di un último paseo.
Y me despedí para siempre de la placita
y también de las calles
y de esos locales donde había sido tan y tan feliz.
Y me fui para siempre.
Y el metro me engulló.
Y sentado en uno de los vagones
me vi reflejado en el oscuro vidrio de enfrente.
Y contemplé resquebrajándome cómo el tiempo no tiene piedad.
Y observé a la gente.
Gente joven la mayoría.
Cómo reían.
Cómo bromeaban.
Cómo se querían.
Cómo les mimaban los futuros.
Y me fui haciendo insignificante y pequeño.
Y cuando llegó mi parada recogí mis huesos y me bajé.
Y salí a la calle de mi ahora.
Y la noche, el frío y el viento me esperaban.
Impasibles.
Serios.
Atroces.
Cansados de mis desvaríos melancólicos.
Y me acompañaron a casa sin decirme ni tan solo una palabra.